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miércoles, 2 de junio de 2010

Especial: fotografias del desastre ecológico en el Golfo de México





La Fuerza Terapéutica del Libro


¿Puede un libro cambiar una vida?
( DE "CIUDAD DE LIBROS"
Un olvidado poeta decimonónico solía repetir: “De nada sirve un libro escrito o impreso, si el que lo lee no cambia con eso”.

El gran compositor Johannes Brahms (1833-1897) gastaba grandes sumas en libros. A los íntimos les decía que no había nada cómo tenerlos al alcance de la mano, poder acariciarlos y leerlos… En fin, como los mejores amigos seguimos sintiéndolos, a pesar del cine, de la radio, de la TV y, ahora, de Internet. No, el libro no ha muerto, está vivo, goza de buena salud y cumple con su función. Los libreros de Buenos Aires reciben l600 títulos nuevos cada mes. Hasta el famoso Viktor Frankl (1905-1997) lo utilizó como fuerza de cambio de vida, nada menos que con los presos de una cárcel tan tremenda como la de San Quintín (1964). A continuación, citamos algunos personajes que encontraron el sentido de su vida en un libro.


Casos emblemáticos: Agustín de Hipona e Ignacio de Loyola.


Célebre es el caso de san Agustín (354-430). Hombre cultísimo, filósofo, profesor de Retórica, con una vida disoluta. Las lágrimas y las oraciones de su madre Mónica parecían inútiles, pero, un día, luego de una conversación con un amigo, que le regala las Cartas de san Pablo, vuelve a casa “desorientado”. Entra en una crisis de angustia y llanto, y se aparta en el jardín. Allí oye una voz que repite, una y otra vez: ¡Toma y lee! ¡Toma y lee! Abre las Cartas de san Pablo, y le salta a la vista el pasaje que dice: Actuemos con decencia como en pleno día. No andemos en banquetes y borracheras, ni en inmoralidades y vicios, ni discordias y envidias. Al contrario, revístanse ustedes del Señor Jesucristo y no sigan la carne en sus deseos (Rom 13, 13-14). Agustín se bautiza y se convierte en el más grande teólogo de la Iglesia, autor de ochocientas obras.


Siglos más tarde, nos encontramos con otro grande: Ignacio de Loyola (1491-1556). Herido en el sitio de Pamplona, transcurre la convalecencia en su casa. Lector de libros y poemas de caballería, pide a su cuñada que se los entregue, para pasar el tiempo. Ésta le contesta: Aquí tenemos sólo dos viejos libros: la Vida de los Santos y una Vida de Cristo. Ignacio los toma de mal talante y, para no aburrirse, comienza a leerlos. Los deja, los retoma…. A veces, se entusiasma, a veces, se deprime, hasta que llega a comprender que el único verdadero Señor, al cual valía la pena servir como caballero era Jesucristo. Cambia su vida. Estudia, asume el sacerdocio; y funda la Compañía de Jesús, una de las órdenes más beneméritas de la Iglesia, en todos los campos.


En nuestro tiempo: Edith Stein Y Henri Shaw.


Más cerca de nosotros, recordamos a Edith Stein (1891-1945). Judía, filósofa, famosa, feminista, atea…, pero en la búsqueda. Una tarde, en la casa de campo de unos amigos, queda sola e ingresa en la biblioteca. Casi instintivamente, toma la Vida de santa Teresa, narrada por ella misma. Comienza a leer y no la cierra hasta terminarla; y exclama: “Ésta es la verdad”. Había descubierto a Cristo. Se bautiza y entra en el Carmelo. Muere mártir en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Hoy la veneramos santa. El argentino Enrique Shaw (1921-1962), marino de renombre, empresario exitoso, cristiano modelo, encuentra el libro que cambia su vida en el lugar más increíble: en la biblioteca del Ocean Club de Mar del Plata, un sitio mundano y frívolo. Una obra del Cardenal Suhard, sobre la doctrina social de la Iglesia, lo ayuda a descubrir su vocación: dedicarse a la humanización y promoción del mundo obrero. Funda la Asociación de Empresarios Cristianos (1951); y crea la Casa del Libro, con la esperanza de que su “cambio” se produjera también en otros lectores…


Dar un sentido a la vida.


Hemos nombrado a Viktor Frankl, fundador de la logoterapia; él alcanzó éxitos resonantes con “la terapia del libro”, logrando que muchas personas encontraran un sentido para sus vidas, incluso en el extremo momento de la muerte…


Queda agregar lo que escribe acerca del libro el autor mejicano, Gabriel Zaid: “lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si las calles y las nubes, y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales”. Eso, me parece, se cumplió en los personajes que hemos reseñado: el libro cambió su vida en beneficio de ellos mismos y de muchos otros.

Cosas que puedo hacer con un libro (si es de papel)



Al margen de las leyes de copyright, de los usos restringidos que autor y editor han ideado para los libros que hacen juntos, una vez atravesada la barrera de la caja de la librería, con mi ejemplar en la mano, soy libre de:
. leerlo en el tren mientras vuelvo a casa.
. guarecerme de la lluvia inesperada que me atrapó en la estación.
. dejarlo en un rincón de los anaqueles.
. mancharlo con mermelada si lo leo durante el desayuno.
. perderlo en el camino.
. prestárselo a un amigo.
. esconderlo de mis padres.
. esconderlo de mis hijos.
. esconderlo de mi voraz marido que siempre lee lo que compro antes que yo.
. equilibrar la pata de una silla.
. cargarlo de marginalia.
. doblarle las hojas si no tengo a mano un punto de lectura.
. prestárselo a otro amigo.
. perderlo en la biblioteca de un falso amigo.
. adornarlo con un ex libris.
. encender un fuego si un invierno riguroso me encuentra entre los excluidos.
. reelerlo al cabo de los años.
. olerlo.
. releer mis marginalia y reencontrarme con la historia de mi intelecto.
. pasarles el plumero.
. embeberle el lomo con trementina para protegernos de los ácaros.
. usarlo como almohada para una siesta bajo un árbol.
. matar una mosca convirtiéndolo en arma arrojadiza.
. prestarlo a un amigo.
. hacer una escalera para alcanzar otro libro en el anaquel más alto de la biblioteca.
. pavonearme con él en el café literario Malasartes, del barrio de Palermo (o en cualquier otro lugar similar, que abundan en el mundo).
. revenderlo a un librero de lance.
. donarlo a una biblioteca.
. partirlo en dos en un ataque de furia.
. pedirle a un amigo que me lo devuelva.
. encuadernarlo en el curso de manualidades.
. reencontrarlo después de una mudanza.
. secar una hoja entre sus hojas, como hacía mi suegra.
. volver a prestarlo.
. convertirlo en cartón piedra.
. arrugarlo, estrujarlo, plancharle las páginas, arrancarle las páginas, pegarle las páginas, atarlo con una goma, leerlo a la luz de una vela cuando las eléctricas nos dejan sin fluido por desinversión.

Antes de que a la industria editorial le pase lo mismo que a las discográficas, habría que evangelizar a los usuarios --porque ahora "lectores" es una palabra ambigua que se aplica a los dispositivos dedicados-- para que sepan que nada, nada de todo esto es exactamente así con los libros digitales.

Fuente.

Los libros cobran vida!!



Encuentro en YouTube, gracias a Nathan Bransford --el agente literario responsable del blog de Curtis Brown-- este video del New Zeland Book Council para promocionar el título Going West, de Maurice Gee, que es una ficción autobiográfica por uno de los escritores neozelandeses más populares y queridos. La animación estuvo a cargo de un estudio londinense, Andersen M Studio, y es digna de una película de Tim Burton. Una impecable metáfora visual de algo que los libros han hecho siempre, al menos en la imaginación del lector compentente: cobrar vida.

Sin embargo, este proceso que va de suyo en los sectores sociales altamente alfabetizados, no es una capacidad innata del hombre y, así como resulta difícil de adquirir, también puede ser muy fácil de perder. La lectura es una adquisición, no viene incrustada en el plan biológico de la especie, como sí lo están la capacidad de lenguaje y el habla. La lectura, con la que convivimos unos pocos desde hace sólo 5000 años, es frágil y hoy está asediada por los nuevos medios. De estos, la Red en la cual publico estas notas de domingo, si bien nos exige alfabetización para participar en ella y por ese motivo podría hacernos creer, a simple vista, que nunca hemos leído y escrito más que ahora, tiene la peculiaridad de inaugurar un nuevo tipo de lectura que impide la introspección, ese lugar donde los libros cobran vida.


"Nunca nacimos para leer" es la frase con la que Maryanne Wolf abre su libro Proust And The Squid: The Story and Science Of The Reading Brain, una entretenida historia del desarrollo de la lectura desde el punto de vista de las neurociencias.

Wolf sostiene que el cerebro aprende a leer tomando prestado sistemas que han evolucionado con otros fines. En la experiencia de la lectura, un complejo entramado "antinatural" permite que los sistemas de reconocimiento visual de objetos vinculen las lineas y garabatos de las letras que tenemos delante de los ojos con los aspectos fonológicos de la lengua hablada. Toda la cadena auditiva-oral de los sistemas que regulan el lenguaje --ese con cuya capacidad sí nacimos-- entra en contacto, e interactúa, con los los sistemas de reconocimiento visual para que las habilidades de lectura se vuelvan instantáneas. Y las funciones superiores del cerebro, las ejecutivas, intereactúan a su vez tanto con los centros del lenguaje como con los sistemas de reconocimiento visual para facilitar la transición a la lectura automática. Wolf dice que sólo entonces, cuando la lectura se vuelve automática, el lector consigue el "tiempo extra" que le permitirá procesar la información del texto.

Es el momento en que los libros cobran vida.

Y depende de unos pocos milisegundos que debemos ahorrar en el proceso de decodificación.

De esta invención cultural que es la lectura desconfiaba Sócrates, como nos lo cuenta el ya bien alfabetizado Platón. A medida que nos internamos en la era de la información digital, el tema socrático se vuelve más y más actual y valdría la pena tenerlo en cuenta, porque la Internet también es una invención cultural: nos ofrece unas oportunidades nunca antes imaginadas, entre ellas, el acceso a tantos millones de libros y de páginas web como no podríamos leer todos los humanos contemporáneos juntos a lo largo de todas nuestras vidas aunque nos dedicáramos a ello en exclusiva. Y nos ofrece distracciones de nuestra atención periférica que usan y abusan de los milisegundos necesarios para la introspección.

¿Estamos en peligro de perder esta frágil capacidad tan reciente para nuestra especie enfrentada a la enormidad de la oferta de información y, lo que es más grave, su simultaneidad? Wolf sugiere que no pasaremos por esta revolución cultural sin daño. Tal vez, al final del camino, nos encontremos con un nuevo córtex, pero no tenemos idea de cómo será.


Fuente.

¿Qué paso en el acuerdo con Google Book Search?

Si el el lector lleva unos meses materialmente mareado con las noticias de los tiras y aflojas entre Google y el Author’s Guild (la asociación de autores de USA), la Association of American Publishers y el sistema judicial americano, y ha llegado un punto en el que no sabe qué ha pasado, no se preocupe: esta es la situación en la que estamos todos. Y de pronto, el 9 de noviembre del 2009 parece haberse cerrado una etapa. ¿De qué manera?

Afortunadamente, un atento y bien dotado observador del presente y el pasado del libro, Robert Darnton, ha publicado un clarificador artículo en la New York Review of Books: Google y el nuevo futuro digital.

Lo que estaba en juego era convertir a Google (que ya ha digitalizado 10 millones de libros) en una gran comercializador de obras digitales, incluyendo los muchos millones que no tienen propietario de copyright reconocidos (obras huérfanas). Google sería un monopolio de facto, dado que nadie podría digitalizar tantas obras como él, dado también que estaría a salvo de cualquier reclamación a posteriori hecha por propietarios de obras, y además podría fijar libremente el precio de explotación.

El acuerdo, aunque válido sólo para Estados Unidos, fue protestado entre otros por los gobiernos de Francia y Alemania, en lo que concernía a la inclusión de obras propiedad de sus ciudadanos. También rechazaron el sistema de opt-out, según el cual un autor podría tener sus libros comercializados pr Google, salvo que expresara su deseo de no estar ahí, y la posibilidad que se arrogaba la empresa de censurar (no poder a disposición del público) hasta un 15% de las obras digitalizadas. También intervinieron la International Federation of Library Associations (IFLA), el European Bureau of Library, Information and Documentation Associates (EBLIDA), y la Ligue des Bibliothèques Européennes de Recherche (LIBER), que denunciaron el peligro de que una gran proporción del patrimonio bibliográfico de la humanidad estuviera bajo el control de una sola empresa.

El acuerdo revisado por el Departamento de Justicia americano ha introducido importantes novedades, como que los beneficios por la explotación de obras huérfanas no quedarán para Google, sino que alimentará un fondo destinado a registrar datos de propiedad intelectual. Google también pierde la exclusiva de comercializar libros agotados: cualquier empresa podrá venderlos a individuos, aunque retiene la exclusiva de suministrarlos en grandes bases de datos a instituciones.

Otra importante modificación es que el acuerdo sólo acogerá a las obras publicadas en los países que comparten el mismo sistema legal: Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y Australia.

Pero incluso esta variante del acuerdo ha sido protestada por la competencia interna: la Open Book Alliance, cuyos miembros incluyen Microsoft, Amazon, y Yahoo.

Y así están (muy resumidas) las cosas: el acuerdo puede seguir, dice Darnton, rebotando de tribunal en tribunal. ¿Qué se podría hacer?

Una solución muy ambiciosa sería comprar a Google la base de datos de libros, transformándola en una auténtica biblioteca pública. Otra posibilidad sería que las obras huérfanas y en el dominio público fueran gestionadas por una institución independiente, como el Internet Archive. El paso de los libros digitalizados al sector público haría que muchos de los fallos de digitalización y catalogación (el punto flaco de Google Libros) fueran resueltos con ayuda de especialistas en bibliotecas. Hay que recordar que las bibliotecas y los lectores (ese importante eslabón final de la cadena) han estado ausentes de este acuerdo.

En medio de todo este ruido y tiras y aflojas hay que recordar una cosa: todo el impulso de digitalización de libros de las bibliotecas partió de Google. Si hoy existen otros proyectos, empezando por Europeana, se debe al despegue, a la competencia del gigante norteamericano. Los gobiernos europeos han estado años presumiendo de patrimonio cultural, mientras lo encerraban en instituciones poco accesibles al público. Bienvenido sea, por tanto, este impulso que ha sacudido, para bien, las bases de la difusión de los libros y ha abierto materialmente la puerta de la cámara del tesoro.

Las tensiones producidas reflejan bien las debilidades de sistemas de derechos de autor concebidos para condiciones materiales y tecnológicas muy diferentes, pero si el dilema se plantea entre tener acceso, aunque sea desde una sola fuente, a millones de obras huérfanas y en el dominio público, o no tenerlo, la elección está clara.

El control monopolístico de un acervo cultural tan importante es un problema, pero los gobiernos y las instituciones podrán (esperemos) encontrar una solución que no sea dar paso atrás y condenar a libros que, hechos bitios, aspiran a su circulación y difusión, a permanecer encerrados como si aún los cobijaran sus cajas de papel.

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Objetos encontrados en libros

Un comentario aparecido en uno de los post de este blog anuncia la creación de un blog muy particular: sobre objetos aparecidos en libros.

Abro un paréntesis para decir que, por respeto a los lectores y a los temas del blog, no suelo publicar comentarios que se salen de lo que se está hablando (los off topic, en la jerga del medio). Quien quiera plantear algo que no tiene que ver directamente con un post, siempre puede escribir a mi dirección de correo, que figura en el blog. Sin embargo éste me pareció curioso e interesante, y decidí publicarlo para no retrasar su difusión.

Galería de objetos encontrados en los libros es un blog porteño que se dedica a recopilar documentos aparecidos entre las páginas. Los libros son escondrijos ideales para objetos planos, de modo que llevan siglos cumpliendo esa función.


Mi aportación a la galería serán estos preciosos condones del siglo XIX cuya historia cuenta Antena 3 Noticias:

En uno de los libros de los fondos históricos de la biblioteca salmantina aparecieron dos preservativos envueltos en una hoja de periódico de 1857, que a su vez estaba en el interior de un manual de Medicina de siglo XVI.

Las investigaciones posteriores han determinado que los condones son del siglo XIX, por lo que se presume que fueron introducidos en el libro por algún estudiante de la época que estaba consultando el manual médico.

Bueno: todo perfecto, pero ¿por qué “introducidos por algún estudiante”? Por todo lo que sé de la universidad española del XIX y sus habitantes, juraría que quien los escondió fue un catedrático…


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El fin de la Web abierta

Con este título ha publicado un artículo Virginia Heffernan en el New York Times.

La Web es una prolífica ciudad comercial. Está falta de planificación. Sus espacios públicos muestran abusos, y aparecen muestras de decadencia urbana bajo la forma de enlaces rotos y proyectos abandonados. El malware y el spam han hecho que las condiciones de muchos barrios sean inseguras e insalubres. Matones y vendedores callejeros ocupan las calles.

Pero ahora, dice la autora, con la compra de un iPhone o un iPad, uno puede disfrutar de una “zona residencial ordenada, que te deja probar las oportunidades de la Web, sin tener que mezclarse con el desorden”. Resumiré el resto del artículo, que es breve, y merece leerse íntegramente (además, el NYT tiene un diccionario disponible a golpe de doble clic, para cualquier duda).

Heffernan analiza la tendencia creciente a crear zonas privadas (como FaceBook) y sitios de pago, y lo compara, como hemos visto, con la decadencia del centro comercial en grandes ciudades americanas, hoy habitado por mendigos, frikis, turistas y gente con ingresos bajos. Los productos Apple imponen un rígido control sobre el software, que entre otras cosas trata de impedir que se abran a la Web general (imponen también, aunque la autora no lo menciona, un gran control sobre los contenidos). Ellos, y los sitios protegidos crean un espacio con una “mejor experiencia”, libre de comentarios absurdos, anuncios, pop-ups, sonidos y malos diseños. Estos sitios “son más boutiques que bazares”. “Muchas apps [los programitas que, gratis o de pago, sólo pueden descargar los propietarios de un aparato Apple] son a la Web como el agua embotellada es al grifo: un nuevo medio ingenioso y privado de obtener, empaquetar y poner precio a algo que una vez pudo haber sido gratuito”.

Mucha gente está en vías de dejar la Web completamente, dice Heffernan. “Veo que la gente huyó de las ciudades, y veo por qué están huyendo de la Web abierta. Pero creo que pueden, también, un día lamentarlo”.


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¿Cómo funciona el ‘éxito’ en la Web 2.0?

Este video ha sido visto cerca de 200 millones de veces

Vivimos en plena economía de la atención: cientos de miles de personas producen “contenidos” (blogs, comentarios, entradas de la Wikipedia, videos, etc.), que deben competir entre sí para conseguir el favor del público. Fang Wu y Bernardo Huberman (experto en medida de la Web, y que se ha ocupado también de temas como la colaboración en la Wikipedia) han publicado un artículo, A persistence paradox, sobre el comportamiento aparentemente contradictorio que tienen los videos de YouTube. Sería de esperar, dicen los autores, que tras un primer escarceo colgando una grabación (que obtiene un determinado éxito), las siguientes subidas por la misma persona (que se supone que ha ido aprendiendo de la experiencia), tuvieran un grado de éxito mayor .

Sin embargo, los hechos no son así: Wu y Huberman han estudiado la trayectoria de diez millones de videos, comprobando que “mientras la calidad media de los videos aumenta con el número de subidas”, cada vez es menos probable que sucesivos videos subidos alcancen un umbral de popularidad. Dada la cantidad de datos analizados y la persistencia de estos resultados, parece un hecho suficientemente probado, pero ¿a qué se debe? Posiblemente, dicen Wu y Huberman, a medida que aumenta el número de subidas por parte de alguien determinado, la sorpresa (y por tanto el atractivo) de sus obras va disminuyendo.

Creo que es cierto. Si uno ve qué videos de producción particular han triunfado más en la Web se observa que el impacto del primero es difícil de ser superado. Cuando una persona elige subir un video y compartirlo con toda la comunidad lo hace porque cree estar ante algo especial (caso de la grabación de arriba). ¿Qué va a hacer el afortunado autor de esta joya?, ¿acechar a los niños hasta que se produzca otra escena similar?, ¿provocarla (ejem: se ven casos…)? Nada: no puede hacer nada…

En la llamada Web 2.0 todos pueden ser autores, pero éxito, lo que se dice éxito, le viene a cada persona com mucho una sola vez en la vida. Cuando Warhol profetizó hace casi medio siglo que en el futuro todo el mundo tendría quince minutos de fama, tal vez se refería a esto…


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La Web como biblioteca

Estanterías abiertas en la Biblioteca de Humanidades del CSIC

Lamentablemente, me he enterado tarde de su existencia, pero, en fin, aquí está: se trata de la intervención del profesor Francisco Rico en la Semana Monográfica de la Educación que convocó la Fundación Santillana en enero del 2009, bajo el lema “La lectura en la sociedad de la Información”. Su aportación se llama Fragmentos y vínculos. (Se puede encontrar en el enlace anterior, pero lamentablemente el extenso PDF, lleno de intervenciones, no está troceado, ni tampoco tiene un índice clicable, con lo que hay que moverse hasta la página 173).

He aquí un párrafo que pone muchas cosas en su sitio:

Claro está que la lectura de la red solo remotamente es equiparable a la de quien se sirve de una biblioteca pública y pasa de un libro a otro a través de las indicaciones bibliográficas, los catálogos o su criterio personal, pero no falta alguna coincidencia sintomática. Recuerdo la felicidad con que en el otoño de 1966, en la Universidad de Johns Hopkins, en Baltimore, disfruté por primera vez de una gran biblioteca open stacks [con sus estanterías abiertas al público]. Pasearme entre las estanterías, encontrar junto al título deseado media docena de otros afines, tomar este y aquel volumen y, al echarles un vistazo, camino del despacho, dar con una pista que podía seguir sin más trabajo que volver unos metros atrás…, todo ello se me antojaba, y acaso lo sea, el auténtico paraíso de Mahoma. Pero, naturalmente, de aquella inagotable delicia no formó parte nunca el quedarme plantado entre los anaqueles para leer toda una novela. Casi igualmente inimaginable es hacerlo entre los open stacks de Internet.


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